Mi verano
empieza cuando voy depositando sin orden ni concierto los bártulos del campamento en el
capó del coche. No el 21 de junio, que es cuando dice el calendario
astronómico, sino cuando dejo arriba, en el piso de mi casa, las persianas
echadas, los electrodomésticos desenchufados y las tareas y cargos
eclesiásticos bien dobladitos en el segundo cajón de la mesa de despacho.
Es arrancar el
Ford y sentirme feliz, intrigado por las sorpresas que con seguridad me
depararán estos meses y, sobre todo,
libre. Libre y nostálgico como se siente el actor al terminar la función de
noche y saber que vuelve a ser el mismo, tan distinto del que el espectador ha
admirado y contemplado. Si me gusta el verano es porque me devuelve a lo mejor de
mí mismo. Aquel que se acepta sin maquillajes ni componendas, que sale a la
intemperie y se deja zarandear por el atrevimiento de los jóvenes y la
simplicidad y la sinceridad de los
niños. Aquel que se sumerge embelesado en el anonimato de la masa desinhibida y
gozosa de la playa.
Y es
justamente ahí, en esos días en los que me recupero a mi mismo, cuando paradójicamente
me siento mucho más y ¿por qué no? mejor cura. Ya que viviendo de esa manera me
vuelvo a reencontrar y me reafirmo en aquel amor primero con el que me decidí a
seguir a Jesús ya hace varias décadas,
sin darle importancia al atrezo y el
escenario sacral, sin reverencias y credenciales crelicales, oferente de esa
hostia total de la creación que tan sobrecogedora y místicamente describe
Teilhar de Chardin en su Misa sobre el Mundo, convencido que no hay templo
mejor que el Universo, ni feligresía más apta que la humanidad, ni rito más
vivo y agradable a Dios que la propia existencia con sus gozos y las
esperanzas, tristezas y angustias. No lo digo yo, se lo dijo en confidencia de
verano, a la sombra y junto a un pozo, Jesús a la Samaritana: “A mi Padre se le adora en espíritu y verdad”.
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