miércoles, 9 de julio de 2014

LAS PERSEIDAS SE DESPRENDEN EN VERANO (I)



Mi verano empieza cuando voy depositando sin orden ni concierto los bártulos del campamento en el capó del coche. No el 21 de junio, que es cuando dice el calendario astronómico, sino cuando dejo arriba, en el piso de mi casa, las persianas echadas, los electrodomésticos desenchufados y las tareas y cargos eclesiásticos bien dobladitos en el segundo cajón de la  mesa de despacho.

Es arrancar el Ford y sentirme feliz, intrigado por las sorpresas que con seguridad me depararán estos meses  y, sobre todo, libre. Libre y nostálgico como se siente el actor al terminar la función de noche y saber que vuelve a ser el mismo, tan distinto del que el espectador ha admirado y contemplado. Si me gusta el verano es porque me devuelve a lo mejor de mí mismo. Aquel que se acepta sin maquillajes ni componendas, que sale a la intemperie y se deja zarandear por el atrevimiento de los jóvenes y la simplicidad  y la sinceridad de los niños. Aquel que se sumerge embelesado en el anonimato de la masa desinhibida y gozosa de la playa.



Y es justamente ahí, en esos días en los que me recupero a mi mismo, cuando paradójicamente me siento mucho más y ¿por qué no? mejor cura. Ya que viviendo de esa manera me vuelvo a reencontrar y me reafirmo en aquel amor primero con el que me decidí a seguir a Jesús  ya hace varias décadas, sin  darle importancia al atrezo y el escenario sacral, sin reverencias y credenciales crelicales, oferente de esa hostia total de la creación que tan sobrecogedora y místicamente describe Teilhar de Chardin en su Misa sobre el Mundo, convencido que no hay templo mejor que el Universo, ni feligresía más apta que la humanidad, ni rito más vivo y agradable a Dios que la propia existencia con sus gozos y las esperanzas, tristezas y angustias. No lo digo yo, se lo dijo en confidencia de verano, a la sombra y junto a un pozo, Jesús a la Samaritana: “A mi Padre se le adora en espíritu y verdad”.

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