Los miraba
risueña mientras la bajaban en volandas en la silla de ruedas por las estrechas
escaleras desde el 2º A del viejo bloque rectangular de pequeños pisos situado incomprensiblemente
en un rincón del casco histórico de la ciudad. Los cuatro hijos habían decidido
pasar con ella, sin aparente motivo ni celebración especial, aquel deslumbrante
domingo de abril. Últimamente, desde que le dio la parálisis, es cierto que venían
a verla, pero lo hacían individualmente, por turno, con cierta prisa como esos
celadores de hospital que revisan apáticos la situación del paciente para
asegurarse que no les va a estropear la jornada. Sí, estaba contenta, pero le
extrañó el que sólo estuvieran ellos, ninguna de las nueras, ni el yerno,
ni los nietos como cuando celebró sus
80 cumpleaños.
Ya en el
restaurante, uno de esos con
pretensiones cinco tenedores que buscan aturdirte con la finura del mantel blanco y la
servilleta de tela roja, el despliegue turbador de cubiertos y copas de cristal
y la empalagosa solicitud de su dueño, hablaron y bromearon, recordaron el
cocido y la paella insuperable de mamá y evocaron momentos y personas del pasado común .Y ella,
en el extremo de la mesa, donde se pudo colocar la silla, sonreía feliz, sintiéndose de nuevo, como hacía
ya mucho tiempo, el centro unificador de sus vidas. “Oye, mamá, te gustaría
que al terminar la comida fuéramos a visitar la Residencia de Ancianos San Carlos.
Ya, sabes, el mejor asilo geriátrico de la ciudad. Nos han dicho que podemos
ver todas las instalaciones, y además podrás saludar a algunas de tus antiguas amigas
que se encuentran allí.” No era precisamente lo que más podía apetecerle a
alguien después de dos años de encierro y con una tarde tan espléndida como
aquella. Pero no sólo accedió sino que lo hizo con un forzado alborozo.
Recorrieron
con una de las asistentes guía cada una de las estancias del moderno asilo. Pasaron
por los despachos, el comedor, la cocina, el consultorio médico y las demás salas,
mientras ellos no paraban de deshacerse en elogios, señalando las maravillas de
lo que iban viendo. Abrieron una de las
habitaciones con dos camas, una ocupada y la otra libre, ·”¿Qué te parece, mamá,?
Cómoda y con compañía, tan necesaria en estas edades.”
Y llegaron al
enorme salón de estar, repleto de ancianos que, amarrados en sus burdos
butacones de cuero o en sus inseparables
sillas de ruedas, se dedican a mirar a con avidez de compañía a quien entra o a
dejar pasar la vida resignadamente, silenciosos unos, quejándose inútilmente
los otros. Allí colocaron su silla, junto a la de una de las conocidas de la
niñez, y entonces se lo dijeron: “Mira, madre, te vienes lamentando de que nos estás
dando mucho trabajo y haciéndonos gastar demasiado dinero para atenderte, que
lo que bien que estarías en una residencia. Pues, al fin hemos podido lograr
que te den una plaza y precisamente en ésta que es fenomenal. Ya tienes
habitación y puedes quedarte desde ahora. No te preocupes nosotros te traeremos
mañana las cosas que necesites de casa, ¿Estás contenta verdad?”. Rubricaron, como Judas, con el beso sus palabras,
y luego se marcharon sin la carga de la madre y con el peso de su bajeza en la conciencia. Y ella se quedó clavada con la
mirada triste y desolada en aquella puerta de cristal por donde la vida y sus hijos le dieron
definitivamente la espalda.
Hoy desde la
ventana contemplo como la lluvia de este umbrío otoño destiñe la grafía del
cartel “Se vende” en el balcón abandonado del 2º A. La misma lluvia que a la misma hora estará
lamiendo la lápida gris del nicho en la que
con letras doradas se puede leer: Margarita Gómez López, madre y esposa “Tus hijos que no
te olvidan”.