He contemplado
procesiones en los más variados y pintorescos lugares y con frecuencia, por cumplimiento del convenio colectivo, he
tenido que formar parte integrante del piadoso cortejo. Pero hoy, sorpresas que
da la vida, me he superado con creces. A ver ¿quién de vosotros ustedes ha
presenciado una procesión desde la visual de los delfines?
Andaba
dando brazadas entre las sosegadas olas del mediodía cuando escucho un repicar
vibrante de las campanas y oteo a lo lejos una pequeña flotilla de
embarcaciones pesqueras y deportivas que se van acercando a la línea en la que
yo me estoy bañando. Al frente un pequeño barco pesquero adornado con
guirnaldas y banderas españolas y andaluzas y en la proa una imagen deslumbrante
de la Virgen del Carmen sentada sosteniendo al niño divino. Según se va
acercando a la orilla, los cientos de bañistas que pueblan la playa se van
agolpando a su alrededor metiéndose en el agua o permaneciendo en la arena
frente a la nave, gritando vivas y guapa, aplaudiendo y levantando las brazos
con gestos de alborozo y saludo. Desde luego fue un espectáculo impresionante el que ofrecía
aquella masa ingente de devotos. No se me pusieron los pelos de punta porque los
tenía a remojo, pero estuve a punto de dar coletazos de entusiasmo. Ciertamente Andalucía es la tierra y el agua
de María Santísima.
Por
lo demás, hoy me ha tocado compartir espacio con una especie de asentamiento
volante del hogar del pensionista de Jerez. Un grupo de matrimonios jubilados,
comandados por el Lele, un andaluz pequeño y desgarbado que más que hablar
pregonaba y que iba recibiendo a los colegas e indicándoles dónde colocar las
hamacas con salidas de este cariz: “Me caguen en el co… (piiii) de tu tía frasquita”, frase que tiene su intríngulis
si se piensa despacio en lo de llevarlo a cabo. Poco amigo del sobeo de las
cremas él defiende el axioma de que lo eficaz es echarse aceite de oliva, y puestos, pienso para mis adentros, un poquito de vinagre.
Yo al Lele, con su gorra gris de marinero que
heredaría de Spencer Trecy cuando estuvo rondado por estos mares la del Viejo
y el Mar, le he apodado “Er señor de las Mareas”, leed bien, no el que “las marea”, que también, porque les ha
dado a sus dóciles compañeros, reacios a poner sus ajuares tan cerca del
oleaje, toda una espléndida plática de cómo y cuándo se dan las mareas y ahora,
joer, fiaros, esto no sube. Persuasivo no me pareció, me bastó observar que algunas de las
recatadas damas solo escucharle se colocaron los cachivaches encima de las
piernas y ahí los aguantaron durante
toda la mañana. Fue él también el que impulsó al grupo a la aventura, corriendo
entre gritos de ¡qué buena está hoy! y lanzándose al océano en el que braceó a
crol sin quitarse la gorra y manteniendo la cabeza fuera de agua con cuello de
cisne, como esas señoras que van a la piscina media hora después de haber
estado en el peluquero. El éxito fue similar, no hubo más nadadores y así me quedé con las ganas de asistir a un
ejercicio de natación sincronizada dirigida por el Lele.
Cuando les
dejé se habían puesto a jugar. No a lo que estáis pensando. Lo del Bingo en la
playa tiene mala salida: monedas de céntimos y arena no hacen buenas migas, y
menos cuando te falla la vista. Jugaban
al parchís en un tablero pintado en la toalla con unas fichas descomunales y un
dado que había que tirar con las dos manos.
Y ésta fue la
crónica de la jornada. La última por ahora. Mañana termina mi idílica estancia en esta playa encantada. Y cuando te expulsan del paraíso lo único
que te apetece es llorar y eso se hace en la intimidad. Cerramos el capítulo de Chipiona, pero
las perseidas siguen rasgando y embelleciendo los cielos de mi verano y el
vuestro. Lo importante es descubrirlas y lo mejor es compartir la aparición de
su paso fugaz y brillante con otro o con otros,
poder señalarlas estirando bien el dedo y decir: “mira, allí, allí hay otra…”.
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