Mi habitación
está tan en primera línea de playa que cuando sube la marea, como esta tarde, fantaseo
con la idea delirante de estar viajando en el alcázar de un galeón. Es más,
durante un tiempo llegue a creer, os lo aseguro con la aprensión aún en el
cuerpo, que formaba parte de la tripulación del legendario ballenero Pequod en
busca de Moby-Dick. Y es que a lo largo de varias noches tardé en conciliar el
sueño soliviantado por unos raros golpeos como
de una pierna inerte sobre la escotilla. Y esos pasos, en mi imaginación novelera, no podían
ser otros que los del tiránico y obsesivo capitán Ahab en uno alguno de sus
inquietantes vagundeos nocturnos. Bueno, la cosa vino a menos cuando descubrí
que mi vecino del 103 usaba bastones y un taca-taca.
Tampoco es que
esté ayudando mucho en esto de entusiasmarme con lo de estar cerquita del mar
el hecho de acabar de leer la crónica del Tsunami que en 6 de diciembre de 1755 se engulló en este
mismo lugar y de un solo trago a las barrancas
del convento, a la iglesia, al convento y a los frailes que tozudamente permanecieron en él con la piadosa
idea de que en último instante la Virgen les enviaría algún tipo de chalecos
salvavidas, sin percatarse, cándidas criaturas, que aún no se había inventado
ni el nailon ni el plástico.
Yo en esto de
la capacitación profesional de la Virgen como socorrista tengo mi propia teoría,
fruto de la experiencia. Y es que por estas fechas de las fiestas del Carmen,
hace unos años, participé en una procesión marinera en Adra. La cosa fue de maravilla
mientras que el paseo se desarrollaba por las tranquilas aguas de la bahía de puerto
seguido desde la dársena por cientos de personas. Pero he aquí que el patrón
del barco tuvo el dudoso capricho de llevar la procesión a mar abierto para
bendecir también aquellos campos salobles y su cosecha. Y ya se sabe, donde hay capitán... Así que
salimos a las aguas libres en una noche en la que más que calma chicha tocaba
movida bien removida. De tal manera que al instante el pequeño navío festero se
convirtió en el barco vikingo de la feria. Tan pronto los de proa estábamos
tocando estrellas, como bajamos a ras de las aguas, temblando más que un flan
de huevo en la bandeja de un camarero con parkinson. Yo, dentro de lo que el pánico
me dejaba, buscaba con mirada suplicante la imagen sacudida de la Virgen. Y no
sé por qué tuve la sensación de que más que tranquilidad lo que ella me ofreció
fue cordura. Así que ni corto ni perezoso fui al jefe y le espeté en plan
capellán de la expedición: vámonos a puerto que a esta Virgen no le hemos
pagado horas ni servicios extras. Cuando pisé tierra firme tan superviviente y liberado me
sentí que tuve que besar a la mujer del patrón para no ir haciéndolo con todos
los amarraderos que encontraba a mi paso.
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