Algo de
envidia sí que me tienen, pero lo sobrellevan con conformidad gandhiana, que para
algo soy el más anciano de la tribu con derecho a suite individual en este
campamento de jóvenes, en idílico paraje de la Garganta de
Cuartos en Losar de la Vera. Porque ahora ando por la montaña. Y es que yo, en eso de elegir a papá o mamá, me quedo con los dos:
playa y montaña.
Raya mi placentera
habitación, reservada por si acaso como enfermería, con el servicio de chicas, un lugar con
el mismo tránsito que el cruce de metros en Sol, sólo que aquí la hora punta va
de la siesta a la madrugada. Son las
horas de la mimada higiene dental y de confidencias cruzadas entre retretes y
duchas, con un ir y venir de amazonas, a excepción de alguna, como Marta, que tiene estancia permanente como el jabón de mano y que se me antoja la acomodadora, aunque tengo
mis dudas, teniendo en cuenta que sólo hay tres tazas y una con el letrero de
averiada.
A eso de las
dos y media de la madrugada me rindo y consiento a colocarme los tapones, que
yo juraría que compré en una farmacia, aunque parecen más de champán que de
oídos. Es ponerlos en las orejas y salen disparados. Y sólo así, aislado y
entontecido concilio el sueño hasta las cinco de la mañana.
Porque es en
este preciso momento en el que entra en escena la Conchi , una terca mosca
cojonera a la que he dado este afectuoso apelativo en honor de una solícita
feligresa de la que no me despego ni diciéndole que me están esperando para ir hacer funcionar el botafumeiro.
Se trata del único
bicho que pulula por la estancia.Y en un principio, con espíritu ecologista delicado, abrí la puerta y la ventana y le invite a salir a las periferias. No
hubo forma, me dejó claro que ella había llegado antes y que no aceptaba
desahucios. Fue el momento de acudir a los insecticidas y le dio un ataque de
risa, me miró con cara de guasa: “con gasecitos a mi” que el primer perfume que
saludó mi venida al mundo fue el del
sumidero de la sala esa de al lado.
Pues
ahí estamos, que puntualmente empieza sus ejercicios de planeo sobre mi oreja,
zumbando alrededor del tapón como si fuera una torre de control, hasta que
consigue despabilarme para que juguemos al escondite. Porque la hija del gran
huevo es encender yo la luz y echar mano de la chancla con la que aplanar sus
proyectos de futuro, e inmediatamente buscar ella refugio entre el hule de la
mesa o los pliegues de las sábanas abandonando el campo abierto de la pared y
el techo blanqueados.
Esta
mañana se lo he dicho claramente mientras se camuflaba en mi sudadera negra:
“Bien, si quieres guerra, la tendrás. Avisada estás. Después del desayuno me
traigo a Isma y a Lucas y esos calzan chancletas del número 52” . De salida he visto de
reojo que estaba sobre el perchero y que me estaba haciendo algo así como un
corte de patas delanteras. Y la verdad me he quedado fatal.
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