No lo he
dicho, aunque os lo podéis imaginar, unos días y un sitio tan apropiado como
éste me ofrecen ratos espaciosos para la oración y la meditación tranquila, en
la que saborear textos tan bellos como este de San Buenaventura en el oficio de
lectura de hoy: “Si quieres saber cómo se realizan estas cosas, pregunta a la
gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al
gemido expresado en la oración, no al estudio; pregunta al Esposo, no al
Maestro; pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la
claridad, no a la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta
hacia Dios con unción suavísima y ardentísimos afectos”.
Pero no era de
esto de lo que os quería hablar hoy, sino de que anoche , por fin, cumplimos
con la tradición, tan ineludible en la costa andaluza como el abrazo al Santo
en Santiago, de salir de cena de pescaitos por los bares y restaurantes de la costa.
Escogimos el
paseo de la Cruz del Mar. Un lugar espléndido y abarrotado, como la plaza de mi
ciudad cuando reparten perrunillas a los jubilados. Las mesas de las terrazas se sitúan a una y otra parte
del paseo, unas pegadas a la pared de la playa y las otras junto a la
cristalera del bar o restaurante respectivo. En el medio se ha dejado un estrecho
pasillo por el que transita ávida una multitud incesante de fisgones que te
observan a ti y tu plato con la dignidad y la intransigencia de Samantha
Vallejo-Nágera en MasterChef. Alguno anda más despistao y nos confunde con uno de los tenderetes de artesanos que se intercalan entre las terrazas:"Paisa ¿Cuánto
por esa riñonera?” Aprovecho y le intento colar el puñetero reloj de los cinco euros
de Sprinter que me está martirizando la piel, pero por cincuenta machacos le parece excesivo. Y hasta hay alguna
criatura desmandada que mete la mano en nuestra bandeja para coger patatas
fritas. Menos mal que está al quite el manotazo de la mama: ¡Quillo, caca¡”. Vale, señora, no es caviar del Caspio, pero
tampoco…
Ya veis, ¡un ambiente de lo más íntimo y romántico!
Enseguida nos
traen la carta del menú con funda en skay granate y letras doradas. En el
interior cintas de colores y una fina caligrafía Brus script 24. Inútil
esfuerzo porque yo ya tengo tomada mi decisión y ningún adorno me va a distraer de
mi opción.
Y llega ese
instante excelso en el que el solícito camarero te dice aquello de: “y el
caballero ¿qué va a tomar?”. Decirme caballero, a mí que lo más que he
cabalgado ha sido una mula cana, me suena a música celestial. Así que,
transportado por el halago, me regodeo en la petición… “A mi me va a poner…
(redoble de tambores)… una ensalada mixta y una tapa de sardinas”.
Oye y lo que
más me asombra, acostumbrado a pedir y suplicar de rodillas la cuenta en los
restaurantes de mi tierra media y ni así, es la rapidez del servicio por estos
lares. Que no has metido la primera cuchara en la ensalada y ya te han colocao
encima el plato con las dos sardinas.
Tan rápido,
tan rápido que cuando nos quisimos dar cuenta estábamos con la tarrina del
helado de turrón y fresa a la puerta de la heladería y dispuestos a la vuelta al hogar.
Mientras
escribo ahora, en la placidez de esta noche de luna, sigo dando vueltas al por
qué nuestro diligente camarero al descorchar la botella del moscatel en lugar
de dárnosla a escanciar se pegó sin pensárselo dos largos y profundos
lingotazos y, sobre todo, por qué puso aquella cara de haber mordido una
guindilla de Padrón cuando descubrió en el estuche plateado, donde encierran el
secreto insondable de la cuenta a pagar, nuestra espléndida propina de
cincuenta céntimos.
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