No existe una sentencia más radical y contundente sobre
el daño a los menores que aquella que el evangelio pone en labios del mismo
Jesús: ‘Ay de quien escandalice a
uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello
una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo
del mar”. Los abusos sexuales a menores son delitos tan monstruosos que no
pueden encontrar justificación alguna, y menos la pueden tener viendo de
clérigos, porque, además de la agresión criminal en sí misma, son una
expresión de una explotación de la total
confianza y la buena voluntad de los niños y los padres respecto al sacerdote.
Una de las grandes contribuciones humanizadoras del
cristianismo fue precisamente la protección de los niños de los abusos sexuales;
ya en la sociedad griega y romana oponiéndose al secuestro y a la esclavitud
que amenazaba a los niños, permitiendo sólo la práctica sexual dentro del
matrimonio y sobre todo por la fundamentación del trato a los niños en el
mandamiento principal del amor a Dios y al prójimo; y luego a través de los siglos con las múltiples
instituciones asistenciales que surgieron en su seno a favor de la atención,
la protección y la educación de los
pequeños más necesitados.
Es por ello que a cualquiera persona honesta, y
especialmente a quienes frecuentemente acompañamos a niños y jóvenes, nos
asquea y repugna una abundancia tan grande de abusos cometidos por sacerdotes
de la Iglesia Católica, que enloda esa genuina tradición cristiana; y nos
indigna la larga y dolorosa historia de la negación institucional, el ocultamiento,
la hostilidad y la autoprotección con que algunas autoridades eclesiásticas
trataron a las víctimas en un pasado reciente.
Hoy, gracias a Dios, nos encontramos con una
rectificación y actuación diferente y más coherente con el deber cristiano. En Roma
y en todas las curias diocesanas, puedo corroborarlo, rige la doctrina de
la tolerancia cero con los abusos y
con quienes los cometen y la obligación
de ayudar a las presuntas víctimas y, una vez probados los hechos, cooperar con
las autoridades en el establecimiento de la verdad y la justicia. Y sinceramente
creo, que está ha sido la forma de actuar por parte de los responsables
eclesiales en el llamado caso Granada,
que tanto juego está dando al morbo mediático en estos días. El hecho de que el
Papa haya actuado directamente habla de algo que ya conocemos suficientemente;
de su cercanía y su compasión con que sufre injustamente; lo cual no supone ni
la dejadez del arzobispo, ni el abandono, tras comprobar la veracidad de la
denuncia presentada, de la actuación judicial.
Este suceso, y el de Zaragoza, que por
cierto nada tiene que ver con abuso de menores, me lleva a una larga cadena de
reflexiones que difícilmente puede tener cabida en una entrada como esta,
y que es posible que trate en otras
ocasiones: ¿Seremos capaces de preocuparnos de igual manera, o más, por el dolor y el atropello infligidos a las
víctimas que por el daño causado por los
infractores a la credibilidad de la institución del sacerdocio y de la Iglesia? ¿Hasta
qué punto, sin defender ni justificar lo injustificable, podemos considerar al
agresor también como “una víctima” que
sufre la explotación del deseo sexual en una cultura que fomenta la explotación
mercatilista de las adicciones al sexo, la bebida y la obsesión por la dieta, y
una fascinación por la violencia que ha llegado hasta la creación de un nuevo género
de películas religiosas de terror en el nombre de la devoción o la piedad? ¿La
alta reivindicación moral de la Iglesia en el ámbito de la sexualidad la obliga
a aceptar indefensa el ataque y la generalización indiscriminada cuando entre
sus filas se producen estos delitos? ¿Qué papel juega en todo esto la obsesión
exagerada que en la religión parece
atribuirse a la moral sexual? ¿Por qué, cuando la mayoría de los abusos tiene
lugar dentro del hogar familiar, nunca se
habla de ello ni se denuncia con el mismo ímpetu?...
Claro que ante la magnitud de la catástrofe lo que cabe ahora no son las especulaciones
sino, como miembros de la Iglesia, que es mi caso, pedir perdón a las víctimas
por haber permanecido callados, agradecerles su valor por haber roto ellos el silencio,
avergonzarnos de los crímenes de algunos de nuestros hermanos, pedir que se
haga siempre justicia a las víctimas y a los sacerdotes, sus autores, y no solo
la reprobación. Y trabajar con todo nuestro empeño y desde nuestras
posibilidades por erradicar estos actos criminales aquí y en los abominables destinos del turismo sexual infantil.