lunes, 21 de abril de 2014

El ABERRI EGUNA Y LOS 8 APELLIDOS

Será manía mía, pero no me acaba de encajar eso de que los discretos chicos del peneuve monten su mitín mayor el domingo de Resurrección. Yo creo que ese es un día más propio para las aleluyas y las rocas de pascua que para escamar a los vecinos del patio patrio con jeroglífico tan difíciles como el de  la búsqueda de una nueva vía para la nación vasca  a través de una relación de bilateralidad con España -qué signifique tal galimatías espero que tarde tiempo en descubrirse, no sea que se nos arme otro pifostio como el catalán- Si acaso, y sí de Euskal Herria se trata, veo más en línea con la festividad el irse a disfrutar con la película de moda, aquella de los 8 Apellidos Vascos.


Por cierto que todo el mundo se pregunta dónde está el secreto de su éxito. Desde luego en su naturalidad y humor y en el desparpajo de sus actores. Pero para mí, sobre todo, en que quienes tanto hemos temido, sufrido y dolido durante años con el mal llamado “asunto vasco”, hemos encontrado en este fantástico film una impagable sesión de risoterapia que nos hace experimentar por medio de las carcajadas que es más lo que nos une en el sentimiento y en la humanidad, que lo que las ideas y los intereses políticos excluyentes se empeñan en imponer.

sábado, 12 de abril de 2014

DEBE HABER UN SUIZO EN EL BARRIO DE SAN MIGUEL



Es que no puede ser de otra manera ¿quién, si no, se va a afanar en hacer un florido pensil en este trozo de tierra de todos, junto al muro de la estación? Desde luego nadie de por estos pagos. Nuestras gentes no andan en estas finuras con lo común. Si acaso, en algunas circunstancias, se barre o riega la puerta de casa hacia el centro de la calle o el umbral de la vecina. Los españoles somos de otra casta más recia.

Nuestra gente muestra su respeto a lo comunitario esparciendo por las calles imponentes gapos, verdes como sapos y espesos como hamburguesas de ternera extremeña. El buen español que se precie arroja desde la ventanilla del coche la colilla y el bote de coca-cola con la misma soltura y desparpajo que los Magos caramelos en la Cabalgata de Reyes. El españolito defensor de la naturaleza, como debe ser, se extasía contemplado como su amorcito de cuatro patas levanta una de ellas y hace el pipí en la esquina o suelta la caquita en la acera para que los ciudadanos pueda jugar luego al tradicional piso marro y la madre que parió al dueño. Por un quítame allá esas pajas o por medio litro de cerveza de más en el cerebro, somos capaces de arrancar de cuajo un banco de hierro en parque y achatarrar a la más resistente papelera.

No, este benéfico floricultor no es de los nuestros. Seguro que no ha  pisado ningún aula de nuestra mimada educación pública, y menos todavía de la enseñanza concertada, esa cuyos alumnos tienen la irresistible tendencia de guarrear las paredes de los vecinos que circundan sus beatíficos colegios. Ni tampoco tuvo uno de nuestros ejemplares padres que le dijeran aquello de “¡Niño, eso se hace en la calle¡”


Estoy tan asombrado por lo excepcional del caso que he tenido la tentación de encabezar una campaña para que se le conceda la medalla de oro de la ciudad. Pero he desistido. Tales honores, ya se sabe, se reservan en la muy Leal y Benéfica a las influyentes e ilustres personajillos del abolengo urbano que adornan constantemente con su presencia y sapiencia los abundantes y deslumbrantes actos sociales y culturales de nuestra urbe. Además que no conviene dar pistas, a ver si encima estos genios de la administración van a multar al interfecto por uso indebido del espacio público.

miércoles, 2 de abril de 2014

MENTAR LA BICHA DE LA GUERRA CIVIL.



Había quedado tan perdida en la nebulosa de los años que, ingenuo de mí, creí que nunca más volvería a sentir sobre mi alma la zarpa del desasosiego por el fantasma de aquella guerra cruel que dejó en España un reguero de odio, venganza y sufrimiento por décadas y con el que tuve que bregar en mis primeros años de sacerdote. Corrían los mitificados años de la transición y en los pueblos, a los que la insondable voluntad del Señor me envió, existía un irrespirable ambiente de desconfianza, prevención y temor ante la que se avecinaba con la democracia. Las buenas gentes, sobre todos los más mayores, miraban con bastante prevención y escepticismo los nuevos impulsos políticos. Y es que … ¡cuidado! ¡A ver si volvemos a las andadas!, que los partidos no traen nada bueno¡ Por supuesto que  muchos de estos miedos viscerales eran cuidadosa y deliberadamente alimentados por los que no querían ningún tipo de cambio.

Entonces, muchos cristianos, siguiendo la senda del cardenal Tarancón, vimos claro que el mejor servicio que, desde la Iglesia, podíamos prestar a la sociedad en aquel momento de encrucijada, tenía que ser el de colaborar, en lo que estuviera de nuestra parte, para enterrar definitivamente el maldito trauma de la guerra civil y promover entre las gentes una conciencia de esperanza y participación democrática para conseguir una convivencia en paz y justicia, convencidos de que las nuevas generaciones de españoles, como se demostraría en los años siguientes,  nada teníamos que ver con los de los fatídicos años 30 y estábamos preparados y decididos a trabajar por un prometedor futuro de prosperidad y concordia, sin miradas ofuscadas en el espejo retrovisor. Fue un trabajo no siempre fácil,  sobre todo en el cerrado mundo rural donde los rencores son más permanentes y los enemigos más señalables. Una tarea no siempre comprendida, y que, al menos a mi, me produjo muchos sinsabores pero también muchas satisfacciones. Todo lo dí por bueno cuando puede ver con el paso de los años y de las elecciones que la tragedia de la guerra civil se fue haciendo para nosotros más un recuerdo que una realidad.


De ahí que todavía no acabo de entender ni de asimilar con sosiego las referencias que el señor cardenal de Madrid ha hecho a que las causas de la guerra civil pueden repetirse ahora, y  me sorprende y duele que lo dijera especialmente en el solemne funeral de aquel que echó las primeras paletadas para enterrar para siempre el dolor y el recuerdo inmisericorde de aquella fatídica confrontación. Comprendo, siguiendo sus discursos, que piense que este país está hecho unos zorros, pero de eso a ponerlo a los cascos de los caballos del Apocalipsis va un osado trecho. Yo humildemente recomendaría a algunos que  dejen de una vez como lectura de cabecera el libro de las Lamentaciones. Les aseguro que disfrutarán más con “La alegría del Evangelio”.