En estos días estamos de fiesta grande en mi pueblo, Madrigalejo. Celebramos los quinientos años, que se dice pronto, de su grandioso y bello templo parroquial.
Aclaro que aunque yo nací y vivo orgullosamente en Plasencia, tengo no sólo doble sino múltiple paisanaje: el que me han otorgado aquellos pueblos que me acogieron como vecino de toda la vida, me dieron la posibilidad de compartir sus luchas, fatigas y alegrías, me conquistaron para las tradiciones de sus mayores y me ayudaron a crecer como persona y como creyente. De ellos recibí, estoy seguro, mucho de lo bueno que tengo. A cambio en cada uno de ellos fui dejándome un trocito de corazón; el infarto no fue otra cosa que la rública de esa pérdida. Así que me siento, y quiero creer que ellos también me sienten, un paisano más de Peraleda, Valdehuncar, Berrocalejo, Vegas Altas y, claro, de Madrigalejo, mi primer destino, mi primera novia.
Celebramos estos quinientos años para agradecer a tantas generaciones de gentes de Madrigalejo la conservación y el constante enriquecimiento de esta iglesia majestuosa, con joyas tan valiosas como su retablo mayor e imágenes tan primorosas como la de Juan Bautista o el Cristo de la Victoria. Pero también para resaltar y festejar que este templo ha sido el eje de la vida espiritual y social del pueblo a lo largo de todos esos siglos. Como en el gracioso programa del mercadillo del miércoles pasado en Canal Extremadura, la mole señorial de esta iglesia ha vigilado y arropado las idas y venidas de sus hijos en tiempos crudos, en sus momentos de disfrute y en el cotidiano faenar.
Dentro de esa historia y de la tarta de celebración me toca un pequeño trozo de protagonismo junto a mi compañero Eusebio recientemente fallecido. No sé si fue para bien, pero para mí aquellos siete años fueron excitantes y jugosos. Cuánta vida derrochada, cuanta amistad gozada y sufrida, cuanto entusiasmo y cuánta esperanza puesta en marcha, cuánta libertad conquistada.
Y, quienes estuvisteis en la brega, sabéis bien que para ello hicimos precisamente de esta iglesia nuestro cuartel general de operaciones. Todo partía de ella, de los ratos de oración personal y comunitaria en los que nos desahogábamos y nos fortalecíamos ante su sagrario; de sus misas alegres con los niños y serenas con los mayores, de empatizar con el dolor de los duelos o el gozo de los que bautizos y las bodas. De aquel manantial surgieron acciones grupos y asociaciones de todo tipo que aún perduran en la vida y la cultura del pueblo.
No puedo hablar por los años que me precedieron, pero por lo que yo viví y por lo que después ha venido, creo que hay motivos más que justificados para este jubileo de los quinientos años.
¡Enhorabuena mi gente de Madrigalejo!
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