sábado, 20 de diciembre de 2014

TUS HIJOS NO TE OLVIDAN.


Los miraba risueña mientras la bajaban en volandas en la silla de ruedas por las estrechas escaleras desde el 2º A del viejo bloque rectangular de pequeños pisos situado incomprensiblemente en un rincón del casco histórico de la ciudad. Los cuatro hijos habían decidido pasar con ella, sin aparente motivo ni celebración especial, aquel deslumbrante domingo de abril. Últimamente, desde que le dio la parálisis, es cierto que venían a verla, pero lo hacían individualmente, por turno, con cierta prisa como esos celadores de hospital que revisan apáticos la situación del paciente para asegurarse que no les va a estropear la jornada. Sí, estaba contenta, pero le extrañó el que sólo estuvieran ellos, ninguna de las nueras, ni el yerno, ni  los nietos como cuando celebró sus 80 cumpleaños.
           
Ya en el restaurante, uno de esos  con pretensiones cinco tenedores que buscan aturdirte con la finura del mantel blanco y la servilleta de tela roja, el despliegue turbador de cubiertos y copas de cristal y la empalagosa solicitud de su dueño, hablaron y bromearon, recordaron el cocido y la paella insuperable de mamá y evocaron  momentos y personas del pasado común .Y ella, en el extremo de la mesa, donde se pudo colocar la silla,  sonreía feliz, sintiéndose de nuevo, como hacía ya mucho tiempo, el centro unificador de sus vidas. “Oye, mamá, te gustaría que al terminar la comida fuéramos a visitar la Residencia de Ancianos San Carlos. Ya, sabes, el mejor asilo geriátrico de la ciudad. Nos han dicho que podemos ver todas las instalaciones, y además podrás saludar a algunas de tus antiguas amigas que se encuentran allí.” No era precisamente lo que más podía apetecerle a alguien después de dos años de encierro y con una tarde tan espléndida como aquella. Pero no sólo accedió sino que lo hizo con un forzado alborozo.
           
Recorrieron con una de las asistentes guía cada una de las estancias del moderno asilo. Pasaron por los despachos, el comedor, la cocina, el consultorio médico y las demás salas, mientras ellos no paraban de deshacerse en elogios, señalando las maravillas de lo que iban viendo. Abrieron  una de las habitaciones con dos camas, una ocupada y la otra libre, ·”¿Qué te parece, mamá,? Cómoda y con compañía, tan necesaria en estas edades.”

Y llegaron al enorme salón de estar, repleto de ancianos que, amarrados en sus burdos butacones de cuero  o en sus inseparables sillas de ruedas, se dedican a mirar a con avidez de compañía a quien entra o a dejar pasar la vida resignadamente, silenciosos unos, quejándose inútilmente los otros. Allí colocaron su silla, junto a la de una de las conocidas de la niñez, y entonces se lo dijeron: “Mira, madre, te vienes lamentando de que nos estás dando mucho trabajo y haciéndonos gastar demasiado dinero para atenderte, que lo que bien que estarías en una residencia. Pues, al fin hemos podido lograr que te den una plaza y precisamente en ésta que es fenomenal. Ya tienes habitación y puedes quedarte desde ahora. No te preocupes nosotros te traeremos mañana las cosas que necesites de casa, ¿Estás contenta verdad?”.  Rubricaron, como Judas, con el beso sus palabras, y luego se marcharon sin la carga de la madre y con el peso de su bajeza  en la conciencia. Y ella se quedó clavada con la mirada triste y desolada en aquella puerta de cristal por  donde la vida y sus hijos le dieron definitivamente la espalda.
           
Hoy desde la ventana contemplo como la lluvia de este umbrío otoño destiñe la grafía del cartel “Se vende” en el balcón abandonado del  2º A. La misma lluvia que a la misma hora estará lamiendo la lápida gris del nicho en  la que con letras doradas se puede leer: Margarita  Gómez López,  madre y esposa “Tus hijos que no te olvidan”.


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