martes, 16 de septiembre de 2014

REBELIÓN EN LA CAPEA.



Lo tengo fresco en la memoria, aunque hace ya una tira de años.  Faenábamos en uno de aquellos mis primeros campamentos de niños que, con menos medios de supervivencia que Robinson Crusoe, realizábamos como pioneros audaces por las paradisíacas y queridas tierras de la Vera, cuando el Ayuntamiento de la localidad quiso agasajarnos invitándonos a asistir a la Capea de la fiesta patronal. ¡En mala hora se les ocurrió tal cosa!

         Llegamos puntualmente niños y monitores a la plaza del pueblo convertida a la sazón en pequeño coso taurino rodeado de carros y andamiajes de madera. Y mientras nos colocábamos en los asientos del improvisado tendido de sillas y bancos, comenzó a invadirme una desconfianza que se tornó en temor para acabar en pensadilla, al contemplar a algunos de nuestros tiernos retoños metidos en medio de la jarana de los mozos en el centro de la plaza. Después de algunos pescozones, que en aquel entonces te lo permitía la ley y te lo suplicaban los padres,  los volvimos al redil.

         Pronto dieron suelta a una vaquilla que salió aterrada buscando una inútil huida entre los palos del entramado o corriendo sin rumbo de un lado a otro. A los muchos mozos que había ya en la plaza, la mayoría de ellos bien atizados del vinacho de la tierra, se sumaron otros bravucones indecisos que saltaban de los carros envalentonados por el número y la falta de empuje y defensa del animal. La cogían del rabo y le hacían dar vueltas sin fin sobre sí misma, se tiraban diez o doce sobre su lomo y la llevaban y la traían de uno otro lado como si fuera un muñeco cabezón.

         Por la bulla y los ánimos se veía que los vecinos del pueblo lo estaban pasando en grande. Pero no así nuestros chavales que, sin que nadie se lo indicara, comenzaron a ponerse de parte de la desamparada vaquilla y  a gritar a coro ante la sorpresa y el cabreo de la gente que  nos rodeaba: ¡Cógélos! ¡Cornélaos, no te dejes! ¡Abusones!

Y cuando alguno de aquellos mamados matones llegó a la ruindad de meter varios palos por el ojo y el culo de la vaquilla, estallaron con toda la rabia de su impotencia infantil  y escupieron el insulto que les salía del alma: ¡Asesinos¡ ¡Asesinos!

         Nos levantamos y nos marchamos.

No sé cuantos de ellos pertenecerán a peñas taurinas o a club de amigos de los animales. De lo que estoy convencido es que estos chavales y nosotros recibimos ese día una impagable y dura lección sobre la gran riqueza de cultura y humanidad que encierran algunas de las inmemoriales tradiciones que nos han hecho tan distintos y superiores a otros pueblos que nos envidian.

         Pero, ¿por qué me ha venido al recuerdo esto y precisamente hoy? ¡Deben ser cosas mías y del eco!

        


  


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