domingo, 30 de noviembre de 2014

INFANCIA TRAICIONADA Y ROTA. SACERDOTES Y ABUSO DE MENORES.

No existe una sentencia más radical y contundente sobre el daño a los menores que aquella que el evangelio pone en labios del mismo Jesús: ‘Ay de quien escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar”. Los abusos sexuales a menores son delitos tan monstruosos que no pueden encontrar justificación alguna, y menos la pueden tener viendo de clérigos, porque, además de la agresión criminal en sí misma, son una expresión  de una explotación de la total confianza y la buena voluntad de los niños y los padres respecto al sacerdote.

Una de las grandes contribuciones humanizadoras del cristianismo fue precisamente la protección de los niños de los abusos sexuales; ya en la sociedad griega y romana oponiéndose al secuestro y a la esclavitud que amenazaba a los niños, permitiendo sólo la práctica sexual dentro del matrimonio y sobre todo por la fundamentación del trato a los niños en el mandamiento principal del amor a Dios y al prójimo;  y luego a través de los siglos con las múltiples instituciones asistenciales que surgieron en su seno a favor de la atención, la  protección y la educación de los pequeños más necesitados.

Es por ello que a cualquiera persona honesta, y especialmente a quienes frecuentemente acompañamos a niños y jóvenes, nos asquea y repugna una abundancia tan grande de abusos cometidos por sacerdotes de la Iglesia Católica, que enloda esa genuina tradición cristiana; y nos indigna la larga y dolorosa historia de la negación institucional, el ocultamiento, la hostilidad y la autoprotección con que algunas autoridades eclesiásticas trataron a las víctimas en un pasado reciente.

Hoy, gracias a Dios, nos encontramos con una rectificación y  actuación diferente y  más coherente con el deber cristiano. En Roma y en todas las curias diocesanas, puedo corroborarlo, rige la doctrina de la tolerancia cero con los abusos y con quienes los cometen y  la obligación de ayudar a las presuntas víctimas y, una vez probados los hechos, cooperar con las autoridades en el establecimiento de la verdad y la justicia. Y sinceramente creo, que está ha sido la forma de actuar por parte de los responsables eclesiales en el  llamado caso Granada, que tanto juego está dando al morbo mediático en estos días. El hecho de que el Papa haya actuado directamente habla de algo que ya conocemos suficientemente; de su cercanía y su compasión con que sufre injustamente; lo cual no supone ni la dejadez del arzobispo, ni el abandono, tras comprobar la veracidad de la denuncia presentada, de la actuación judicial.

Este suceso, y el de Zaragoza, que por cierto nada tiene que ver con abuso de menores, me lleva a una larga cadena de reflexiones que difícilmente puede tener cabida en una entrada como esta, y  que es posible que trate en otras ocasiones: ¿Seremos capaces de preocuparnos de igual manera, o más,  por el dolor y el atropello infligidos a las víctimas que por  el daño causado por los infractores a la credibilidad de la  institución del sacerdocio y de la Iglesia? ¿Hasta qué punto, sin defender ni justificar lo injustificable, podemos considerar al agresor también  como “una víctima” que sufre la explotación del deseo sexual en una cultura que fomenta la explotación mercatilista de las adicciones al sexo, la bebida y la obsesión por la dieta, y una fascinación por la violencia que ha llegado hasta la creación de un nuevo género de películas religiosas de terror en el nombre de la devoción o la piedad? ¿La alta reivindicación moral de la Iglesia en el ámbito de la sexualidad la obliga a aceptar indefensa el ataque y la generalización indiscriminada cuando entre sus filas se producen estos delitos? ¿Qué papel juega en todo esto la obsesión exagerada que en la religión  parece atribuirse a la moral sexual? ¿Por qué, cuando la mayoría de los abusos tiene lugar dentro del hogar familiar,  nunca se habla de ello ni se denuncia con el mismo ímpetu?...  

Claro que ante la magnitud de la catástrofe lo que cabe ahora no son las especulaciones sino, como miembros de la Iglesia, que es mi caso, pedir perdón a las víctimas por haber permanecido callados, agradecerles su valor por haber roto ellos el silencio, avergonzarnos de los crímenes de algunos de nuestros hermanos, pedir que se haga siempre justicia a las víctimas y a los sacerdotes, sus autores, y no solo la reprobación. Y trabajar con todo nuestro empeño y desde nuestras posibilidades por erradicar estos actos criminales aquí y en los abominables destinos del turismo sexual infantil.


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