Lo
tengo fresco en la memoria, aunque hace ya una tira de años. Faenábamos en uno de aquellos mis primeros campamentos
de niños que, con menos medios de supervivencia que Robinson Crusoe, realizábamos
como pioneros audaces por las paradisíacas y queridas tierras de la Vera,
cuando el Ayuntamiento de la localidad quiso agasajarnos invitándonos a asistir
a la Capea de la fiesta patronal. ¡En mala hora se les ocurrió tal cosa!
Llegamos puntualmente niños y monitores a la plaza del
pueblo convertida a la sazón en pequeño coso taurino rodeado de carros y andamiajes
de madera. Y mientras nos colocábamos en los asientos del improvisado tendido
de sillas y bancos, comenzó a invadirme una desconfianza que se tornó en temor
para acabar en pensadilla, al contemplar a algunos de nuestros tiernos retoños
metidos en medio de la jarana de los mozos en el centro de la plaza. Después de
algunos pescozones, que en aquel entonces te lo permitía la ley y te lo
suplicaban los padres, los volvimos al
redil.
Por la bulla y los ánimos se veía que los vecinos del pueblo
lo estaban pasando en grande. Pero no así nuestros chavales que, sin que nadie
se lo indicara, comenzaron a ponerse de parte de la desamparada vaquilla y a gritar a coro ante la sorpresa y el cabreo
de la gente que nos rodeaba: ¡Cógélos! ¡Cornélaos,
no te dejes! ¡Abusones!
Y cuando
alguno de aquellos mamados matones llegó a la ruindad de meter varios palos por
el ojo y el culo de la vaquilla, estallaron con toda la rabia de su impotencia
infantil y escupieron el insulto que les
salía del alma: ¡Asesinos¡ ¡Asesinos!
Nos levantamos y nos marchamos.
No sé
cuantos de ellos pertenecerán a peñas taurinas o a club de amigos de los
animales. De lo que estoy convencido es que estos chavales y nosotros recibimos ese día una impagable y
dura lección sobre la gran riqueza de cultura y humanidad que encierran algunas
de las inmemoriales tradiciones que nos han hecho tan distintos y superiores a
otros pueblos que nos envidian.