lunes, 25 de agosto de 2014

UN OBISPO LIBRE AL LADO DE LOS DÉBILES.



Las crónicas dicen que con monseñor Echarren ha muerto hoy el último obispo de la “escuela de Tarancón”, una etiqueta que, por mucho que se empeñen en embarrarla los de la cruzada permanente, más que un baldón es un timbre de gloria. Según pasa el tiempo, veo que se agranda y se añora la figura de aquellos pastores de la década de los 70  inteligentes, sencillos, cercanos, atentos al sentir de su pueblo en un servicio pastoral comunitario, desde una fe inquebrantable y un amor a la Iglesia, sentida y vivida como Pueblo de Dios. Hombres tan creyentes como lúcidos que comprendieron que la religión, librada de intereses espurios y partidistas, podía y debía ser un poderoso instrumento de reconciliación y encuentro social y político en la transición y en la consolidación de la democracia en España. Y que estaban convencidos que la fe era perfectamente compatible con el ser y el actuar del hombre actual y sus aspiraciones más profundas, por lo que  movieron la vida eclesial, en los pocos años que los dejaron, en  esperanzados y fecundos caminos de novedad, de imaginación y frescura pastoral.
 
Tuve la dicha de que don Ramón me ordenara de diácono allá por el año 1975 en la catedral de Plasencia, siendo él obispo auxiliar de Madrid-Alcalá. Todavía guardo y releo parte de la homilía que nos dedicó a los ordenados aquella mañana, y que si no os hubiera dicho que era suya, seguro que se la hubierais atribuido al papa Francisco. Entresaco, como homenaje cariñoso en este día de su partida al Padre,  algunos de los párrafos que me han servido de GPS a lo largo de estos años.

“No nos hacemos sacerdotes para lograr unos efectos  determinados y una eficacia determinada; ni siquiera para implantar una Iglesia de esta o otra manera. Nos hacemos sacerdotes para compartir y sentir con la gente; compartir la debilidad humana, la angustia humana, el sufrimiento humano; compartir el cansancio y la falta de sentido que tantas veces tiene la vida y que con tanta frecuencia sufren los hombres.

Nos hacemos sacerdotes para dar cohesión eclesial y comunitaria a lo que el Espíritu mueve y promueve en todos y cada uno de los creyentes; para explicitar a la luz de la Buena Nueva todo lo bueno, justo, verdadero… que Dios impulsa en todo hombre de buena voluntad.

El sacerdote ha de ser hombre siempre disponible, el que siempre es capaz de acoger y es capaz de compartir siempre. No se trata, por tanto, de dar consejos, de ofrecer buenas palabras, sino de compartir con todas las consecuencias. Esto es lo que tiene que ser el sacerdote de nuestro tiempo. Un hombre LIBRE, un hombre que se ha liberado interiormente hasta de sí mismo, de sus ideas y de sus gustos, de sus ocupaciones y preocupaciones, para COMPARTIR SIEMPRE Y CONVIVIR SIEMPRE.

Jesús que no predicó teorías ni leyes, sino el Reino de Dios, no fue hombre del “establecimiento sacerdotal”, no puso su esperanza en el propio poder, en la posesión de grandes y eficaces medios; no anunció la Buena Nueva para los situados, para los poderosos, sino una esperanza de salvación y liberación para los pobres, los oprimidos, para los débiles del mundo.

Sed sacerdotes, concluyó,  en referencia siempre a Cristo, integrad  como él lo humano y lo espiritual.”


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