Las crónicas dicen que con
monseñor Echarren ha muerto hoy el último obispo de la “escuela de Tarancón”,
una etiqueta que, por mucho que se empeñen en embarrarla los de la cruzada
permanente, más que un baldón es un timbre de gloria. Según pasa el tiempo, veo
que se agranda y se añora la figura de aquellos pastores de la década de los 70 inteligentes, sencillos, cercanos, atentos al sentir de su pueblo en un servicio
pastoral comunitario, desde una fe inquebrantable y un amor a la Iglesia,
sentida y vivida como Pueblo de Dios. Hombres tan creyentes como lúcidos que
comprendieron que la religión, librada de intereses espurios y partidistas, podía
y debía ser un poderoso instrumento de reconciliación y encuentro social y político en
la transición y en la consolidación de la democracia en España. Y que estaban convencidos que la fe era
perfectamente compatible con el ser y el actuar del hombre actual y sus
aspiraciones más profundas, por lo que
movieron la vida eclesial, en los pocos años que los dejaron, en esperanzados y fecundos caminos de novedad, de
imaginación y frescura pastoral.
Tuve la dicha de que don Ramón me
ordenara de diácono allá por el año 1975 en la catedral de Plasencia, siendo él
obispo auxiliar de Madrid-Alcalá. Todavía guardo y releo parte de la homilía
que nos dedicó a los ordenados aquella mañana, y que si no os hubiera dicho que
era suya, seguro que se la hubierais atribuido al papa Francisco. Entresaco,
como homenaje cariñoso en este día de su partida al Padre, algunos de los párrafos que me han servido de
GPS a lo largo de estos años.
“No nos hacemos sacerdotes para
lograr unos efectos determinados y una
eficacia determinada; ni siquiera para implantar una Iglesia de esta o otra
manera. Nos hacemos sacerdotes para compartir y sentir con la gente; compartir
la debilidad humana, la angustia humana, el sufrimiento humano; compartir el
cansancio y la falta de sentido que tantas veces tiene la vida y que con tanta
frecuencia sufren los hombres.
Nos hacemos sacerdotes para dar
cohesión eclesial y comunitaria a lo que el Espíritu mueve y promueve en todos
y cada uno de los creyentes; para explicitar a la luz de la Buena Nueva todo lo
bueno, justo, verdadero… que Dios impulsa en todo hombre de buena voluntad.
El sacerdote ha de ser hombre
siempre disponible, el que siempre es capaz de acoger y es capaz de compartir
siempre. No se trata, por tanto, de dar consejos, de ofrecer buenas palabras,
sino de compartir con todas las consecuencias. Esto es lo que tiene que ser el
sacerdote de nuestro tiempo. Un hombre LIBRE, un hombre que se ha liberado
interiormente hasta de sí mismo, de sus ideas y de sus gustos, de sus
ocupaciones y preocupaciones, para COMPARTIR SIEMPRE Y CONVIVIR SIEMPRE.
Jesús que no predicó teorías ni
leyes, sino el Reino de Dios, no fue hombre del “establecimiento sacerdotal”,
no puso su esperanza en el propio poder, en la posesión de grandes y eficaces
medios; no anunció la Buena Nueva para los situados, para los poderosos, sino
una esperanza de salvación y liberación para los pobres, los oprimidos, para
los débiles del mundo.
Sed sacerdotes, concluyó, en referencia siempre a Cristo, integrad como él lo humano y lo espiritual.”
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