Había quedado
tan perdida en la nebulosa de los años que, ingenuo de mí, creí que nunca más
volvería a sentir sobre mi alma la zarpa del desasosiego por el fantasma de
aquella guerra cruel que dejó en España un reguero de odio, venganza y
sufrimiento por décadas y con el que tuve que bregar en mis primeros años de
sacerdote. Corrían los mitificados años de la transición y en los pueblos, a
los que la insondable voluntad del Señor me envió, existía un irrespirable ambiente
de desconfianza, prevención y temor ante la que se avecinaba con la democracia.
Las buenas gentes, sobre todos los más mayores, miraban con bastante prevención
y escepticismo los nuevos impulsos políticos. Y es que … ¡cuidado! ¡A ver si
volvemos a las andadas!, que los partidos no traen nada bueno¡ Por supuesto que
muchos de estos miedos viscerales eran
cuidadosa y deliberadamente alimentados por los que no querían ningún tipo de
cambio.

Entonces, muchos
cristianos, siguiendo la senda del cardenal Tarancón, vimos claro que el mejor
servicio que, desde la Iglesia, podíamos prestar a la sociedad en aquel momento
de encrucijada, tenía que ser el de colaborar, en lo que estuviera de nuestra
parte, para enterrar definitivamente el maldito trauma de la guerra civil y
promover entre las gentes una conciencia de esperanza y participación
democrática para conseguir una convivencia en paz y justicia, convencidos de
que las nuevas generaciones de españoles, como se demostraría en los años
siguientes, nada teníamos que ver con
los de los fatídicos años 30 y estábamos preparados y decididos a trabajar por
un prometedor futuro de prosperidad y concordia, sin miradas ofuscadas en el espejo
retrovisor. Fue un trabajo no siempre fácil, sobre todo en el cerrado mundo rural donde los
rencores son más permanentes y los enemigos más señalables. Una tarea no
siempre comprendida, y que, al menos a mi, me produjo muchos sinsabores pero
también muchas satisfacciones. Todo lo dí por bueno cuando puede ver con el
paso de los años y de las elecciones que la tragedia de la guerra civil se fue
haciendo para nosotros más un recuerdo que una realidad.
De ahí que
todavía no acabo de entender ni de asimilar con sosiego las referencias que el
señor cardenal de Madrid ha hecho a que las causas de la guerra civil pueden
repetirse ahora, y me sorprende y duele
que lo dijera especialmente en el solemne funeral de aquel que echó las
primeras paletadas para enterrar para siempre el dolor y el recuerdo inmisericorde
de aquella fatídica confrontación. Comprendo, siguiendo sus discursos, que
piense que este país está hecho unos zorros, pero de eso a ponerlo a los cascos
de los caballos del Apocalipsis va un osado trecho. Yo humildemente
recomendaría a algunos que dejen de una vez como lectura de
cabecera el libro de las Lamentaciones. Les aseguro que disfrutarán más con “La alegría del
Evangelio”.